martes, 24 de marzo de 2015

Estación

Atardecía. 
Tras una hora y media andando pudo llegar a lo que parecía, más que una estación de tren, un pequeño apeadero en medio de la nada. La lluvia hizo que entrara más rápido.
En la sala de espera el segundero de un reloj se dirigía a la parte superior para ayudar al minutero a marcar las ocho.
Media docena de ancianos, sentados en un silencio sólo roto por las respiraciones, miraban cada uno el billete de tren color ocre que tenían en la mano. Con los párpados a media asta sólo un par de ellos repararon en su presencia.
Él susurró un saludo y se acercó a la polvorienta pegajosa ventanilla.
No tenía ni idea de hacia dónde iban los trenes que pasaban por allí, ni cada cuánto lo hacían pero tampoco le importaba. Sólo quería llegar a alguna población lo suficientemente grande como para darle de cenar, alojamiento por una noche y en la que llamar a los del seguro para que recogieran el coche destrozado contra aquel árbol en mitad de una carretera perdida.
Le dolía la cabeza pero sólo tenía un rasguño en la frente.
Impaciente, golpeó la ventanilla pero nadie apareció tras ella.
Le dolían los pies. Tenía los zapatos llenos de barro al que se habían adherido algunos de los billetes de tren del tamaño de un meñique que había por el suelo. En realidad había gran cantidad de papelitos ocres repartidos por toda la habitación. Por su color y cantidad parecía un parque lleno de las hojas que el otoño le roba a los árboles.
Uno de los ancianos tosió y se levantó lentamente. Se acercó al ventanal a mirar la lluvia con las manos enlazadas en la espalda, sujetando su billete. En su paseo dejó un caminito entre los tiques del suelo.
Volvió a golpear el cristal acompañándolo ahora de un “¿Hola?”.
Cuando se giró, uno de los ancianos lo miraba fijamente desde sus arrugadas pupilas. El viejo bajó la mirada hacia el billete que tenía en sus manos y con un gesto de desagrado, sin darle importancia, lo dejó caer al suelo del que recogió otro de los billetes que pareció convencerlo más. 
Miró el reloj.

Iban a dar las ocho.

lunes, 16 de marzo de 2015

Declaración

Había descartado las flores, los bombones y esas cosas. Demasiado simple. Él quería que fuera mucho más espectacular que una simple cena o un fin de semana en París.
Cuándo Él le pidiese matrimonio iba a ser algo que Ella jamás olvidara. Iba a ser la envidia de sus amigas cuando, tomando un café, les contase cómo había sido.
Ni botellas de vino, ni fresas y champán, ni en lo alto de una montaña, ni cantando con una banda de mariachis. Lo que tenía en mente iba más por organizarle una performance, un juego de pistas, rodar un vídeo y proyectarlo en un cine, llevarla a un pueblo perdido de la sierra donde contrataría actores para hacer un teatro previo, hacerlo en una balsa a la deriva en medio del mar o en medio de algún telediario. Aunque todas estas ideas las había desechado ya porque, en realidad, a Ella no le gustaban mucho estas cosas.
Ella era bastante tímida, sencilla y discreta y no le gustaba sentirse protagonista de nada por lo que todo esto más que inolvidable la haría sentir bastante incómoda.
Así que la situación era que Él se estaba estrujando los sesos para buscar cómo pedirle que se casaran sin lograr nada claro y sabiendo que aunque lo consiguiera, probablemente, Ella no sólo no lo valoraría sino que podría sentirse molesta.
Él estaba dando lo mejor de sí y todo lo que iba a tener era un enfado. Porque Ella era bastante irascible. Un monumental y desagradecido cabreo. ¿Eso era lo que merecían sus desvelos? ¿Una bronca por ser demasiado extravagante a la hora de proponerle pasar el resto de su vida juntos?
De nada valdría pintarle la petición en la Gran Vía, saltar en paracaídas con un anillo desde un avión en llamas o pagar a unos tipos para que la secuestraran y poder rescatarla con una invitación a ser su esposa. Ni siquiera comprar un corazón humano en el mercado negro y mandárselo en una cajita a modo de metáfora. Ella sólo vería en ello un acto excéntrico y lo humillaría delante de todos como acostumbraba a hacer.


Cuando Ella llegó a casa Él se había marchado hacía unas horas.

lunes, 9 de marzo de 2015

Voluntades

Fabricio limpió el cristal de sus gafas aseguradas a su cuello con una cuerda burdeos y poniéndoselas en su escasa nariz procedió a la lectura del testamento.
En frente los herederos se miraban impacientes.
Era voluntad del difunto que sus tierras, eran todo lo que tenía, se repartiesen por igual entre las personas que pasaba a nombrar.
Escucharon sus nombres sentados en primera fila sus tres hijos, su siempre hermosa y paciente esposa, su siempre comprensiva y querida segunda esposa, su siempre joven y cariñosa tercera esposa, su hermano y su pobre tía abuela.
En segunda fila oían lo que les tocaba unos primos lejanos, su socio, sus seis empleados en la ferretería, su amigo del alma, una chica amantísima de escasa falda cuyas piernas miraban desde la primera fila, su médico de confianza y su camarero de cabecera.
En tercera fila sentados en las sillas de la terraza de un bar del barrio atendían mientras eran nombrados la señora de la limpieza, su mayordomo y la cocinera, un camello, una meretriz, un capellán y la hermana superiora de un convento cercano, el alcalde del pueblo donde nació, un músico, un pintor y un poeta a los que hacía de mecenas, un tipo que apenas conocía pero que le caía simpático y un famoso limpiabotas.
Sentados en taburetes, en cuclillas o apoyados en las paredes estaban los integrantes de un equipo de fútbol local, el director y los internos de un orfelinato, la señorita de la protectora de animales, un chico con chaleco de una ONG, dos representantes de sendos sindicatos mayoritarios, un macetero con un geranio y un gato disecado.


Una vez terminada la lectura, Fabricio les entregó a cada uno un documento con la parte de las tierras del difunto que les pertenecía y entre protestas fueron saliendo todos de la sala con un papel timbrado y un vaso lleno de arena en las manos.

jueves, 5 de marzo de 2015

Aplausos

El actor principal dijo la última palabra de la última frase de la última escena del último acto de la obra.
Ernesto, conmovido, emocionado y eufórico comenzó a aplaudir desde su butaca. Siguió aplaudiendo hasta que los actores volvieron a salir a saludar. Y continuó haciéndolo, esta vez en pie, mientras los artistas se marchaban.
La gente comenzó a salir del teatro pero Ernesto seguía tan profundamente satisfecho con el espectáculo que siguió juntando sus palmas mientras su mujer le ayudaba a ponerse el abrigo. Y no paró al salir del edificio, ni dentro del taxi, ni durante la cena con aquellos amigos de ella que a él le parecían bastante aburridos, ni en la copa que tomaron después, ni cuando estaban metidos en la cama mientras a ella se le pasaban las ganas, ni en mitad de la noche que pasó en vela a pesar de las quejas de un vecino, ni en los días siguientes en la oficina de tramitación de divorcios donde trabajaba.
Su jefe lo llamó a su despacho por las quejas que los clientes le habían hecho llegar por las ovaciones descontroladas ante matrimonios que firmaban sus defunciones. Una vez comprobó que todo era cierto, tomó medidas convirtiéndose Ernesto en la primera persona en aplaudir a rabiar su propio despido.
La noticia del desempleo, unido al continuo palmeo, agravó una situación difícil con su pareja  que acabó en una maleta hecha con prisas y un portazo al que Ernesto no pudo dejar de aplaudir.
Las noches sin dormir por el sonido no le dejaron disfrutar de una cama de uno noventa que ahora tenía para él solo. Sus ojos subrayados por el luto apenas se cerraban contemplando sus manos, rojas, ajadas, heridas y casi en carne viva por el esfuerzo. Los párpados no llegaban a tocar el suelo cuando el sonido clap-clap-clap-clap los volvía a levantar.
Pero varias semanas después, una noche, se quedó dormido mientras (aunque algo más lentamente) seguía aplaudiendo.

Cuando despertó sus brazos, agotados, yacían uno a cada lado de su torso.

lunes, 2 de marzo de 2015

Previsora

Señora comprobó la maleta. 
Su hijo se marchaba a estudiar a la capital y quería asegurarse de que no le iba a faltar de nada. Prefirió sacar todo de nuevo e ir metiéndolo poco a poco mientras lo tachaba de su lista mental.
Introdujo la ropa interior, las camisas, pantalones, chaquetas y el abrigo. Añadió los zapatos, zapatillas, la bufanda, guantes, gorro y cazadora. Hizo hueco para el albornoz, el pijama, y la bolsa de aseo. Un despertador, algún jarabe, pastillas para la tos y antitérmicos.
Señora encontró el modo de meter seis libros de filosofía, algo de música pop, el cargador del móvil, tapones para los oídos, una cámara de fotos, un estuche y dos libretas (una de cuadros, otra de líneas).
Empujó fuerte para hacer sitio a un tupper de albóndigas, dos de cocido, uno de lentejas y tres de croquetas, en vertical metió pan y en horizontal un cartón de leche. ¡Huevos! Casi se le olvidan los huevos, así que los puso dentro y los tapó con un nórdico, una almohada, un flexo y una silla ergonómica.
Apurando pudo meter unos preservativos, un bote para la orina, un sobre con dinero, una brújula y un arma que había podido conseguir gracias a su cuñado que le dijo que mejor no preguntara.
Viendo que estaba todo bien, encomendó a los santos la nueva etapa en la vida de su hijo y, por si acaso, se metió en la maleta y la cerró desde dentro.